La primera vez que encontré el término "místico ateo" fue a propósito de la definición que de sí mismo daba el gran sicólogo social y filósofo humanista, Erich Fromm (1900-1980), cuyas obras les he recomendado consistentemente a lo largo de los años. El objetivo de Fromm, en cada uno de sus libros, es explorar las maneras en que los seres humanos pueden vivir vidas auténticas, felices –y en sus propias palabras no-alienadas– en el ámbito de una sociedad industrial próspera que, al haber perdido sus amarras morales, se vuelve cada vez más secular e infeliz. Fromm sostenía que el crecimiento material espectacular a lo largo del siglo XX había hecho poco para disminuir la fuerza de la observación de Thoreau (1817-1862), en el siglo XIX, según la cual "la mayoría de los hombres llevan vidas de desesperación callada". Lo que distingue a Fromm de muchos de sus contemporáneos dedicados a la misma tarea, sin embargo, es su constante referencia a los grandes personajes religiosos del pasado –Moisés, el Buda, Jesús, Meister Eckhart (1260-1328)– no como descaminados embaucadores de la gente, sino como "Maestros de la Vida", gente que conoció y enseñó cómo podríamos vivir vidas gozosas, cómo podíamos emplear productivamente nuestras facultades, cómo podíamos 'hacernos uno' con el mundo (Véase su libro Tener o ser).
Lo que éstos tienen en común, dice Fromm, es el punto del que parten. Ninguno de ellos nos promete que viviremos mejores vidas en algún futuro dorado cuando nuestros políticos y economistas hayan resuelto por nosotros los problemas; en vez de ello, enseñan que la existencia auténtica debe ser ganada por el individuo para sí, por una revaluación radical del sentido de su propia vida y un derrumbe de aquellas barreras del construidas por el ego que nos impiden percibir nuestra unicidad esencial con los demás y el mundo.
A esta lista de Maestros de la Vida Fromm añadía a Karl Marx (1818-1883). Aunque, a diferencia de otros, Marx creía que un cambio en la estructura económica era necesario en el camino hacia la unidad humana real, no creyó que una simple redistribución de la riqueza y los recursos fuera un fin en sí mismo. La visión de Marx no fue una utopía de los consumidores en la que aquellas cosas una vez reservadas a unos pocos serían disfrutadas por los muchos –lo que el presidente Jruschov (1894-1971) llamó una vez el "comunismo goulash", y aquello que quienes pudieron caricaturizar al marxismo llaman "la política de la envidia" –pero en la que en una sociedad transformada, liberada de la manía de poseer bienes, podría comenzar a experimentar "el desarrollo de poder humano ... el verdadero reinado de la libertad humana" en una comunidad humana verdaderamente unida.
Que la visión de Marx –o de Fromm, para el caso– satisficiese, o no, alguna definición estricta de la palabra 'místico', es sin duda debatible, pero Fromm creía que ambos, él y Marx, podrían ser incluidos de una manera genérica amplia dentro de la tradición mística, cuyos exponenentes invariablemente perciben, exploran e intentan experimentar la unidad última de las cosas que, dicen ellos, está oculta para nosotros debido a nuestra devoción egoísta por satisfacer nuestros apetitos carnales.
Sin embargo, lo que es de verdad muy sorprendente sobre la clase de misticismo de Fromm –al menos en un primer acercamiento– es el hecho de que lo expresa completamente en términos seculares. Aunque está preparado para aceptar que Dios es un símbolo "un símbolo del más elevado valor que podemos experimentar dentro de nosotros" (Véase, Tener o ser) y, por lo tanto, no es un concepto redundante, no cree en una deidad externa tal como la postulan los sistemas religiosos de occidente; y, lo que es más importante, no cree que para llevar una vida espiritual –lo que, para él, significa una vida examinada y auténtica– se requiera tener a semejante Dios como el foco o la meta.
Así entonces, Fromm es un ateo confeso, pero también se describe a sí mismo como místico. Para muchos esto podría parecer un oxímoron –dos conceptos contradictorios en una misma frase. Pero la contradicción es más aparente que real puesto que, por extraño que parezca, es posible defender que, en un sentido, todos lo místicos son ateos. O, para ponerlo en palabras más aceptables y menos polémicas, que todos los místicos repudian el concepto estrecho, limitado, y por momentos, casi idólatra de Dios, que parece caracterizar a buena parte del pensamiento y la práctica religiosos. Este es el Dios de la imaginación popular, el Dios de "partes y pasiones" [alusión a las palabras de Richard Baxter (1615-1691) sobre la santidad y la pasión, que dicen: "Dios no es un objeto de los sentidos, por lo tanto es más apropiado ocuparse de Él con la razón y la voluntad, que con las pasiones"] que, pese a toda su presunta divinidad, parece sospechoso de encarnar cualidades que son demasiado humanas. Él (y usualmente es un él) es justo, pero celoso; poderoso, pero arbitrario y caprichoso; amoroso, pero implacable; autosuficiente, pero exige adoración. Este es el Dios que todos los facciosos religiosos invocan para justificar su propio dogma y su propia moral: el Dios multifacético y contradictorio que, para lo católicos romanos, condena la anticoncepción, el aborto y la homosexualidad; para los testigos de Jehová condena las transfusiones sanguíneas; para los musulmanes literalistas prescribe el apedreamiento y la decapitación. Este es el Dios que nos pone a prueba, y que cuando fallamos, nos condena al infierno eterno, o su equivalente.
El místico William Blake (1757-1827), llamó a este Dios de los fanáticos religiosos "Nobodaddy" ["Papidenadie"] –el padre de nadie– y los místicos, cualesquiera que sean sus tradiciones, se rehúsan a adorar, o incluso a creer en semejante creación facciosa de la desordenada mente humana, y es probable que por esta razón hayan sido, y sean, vistos con sospecha por la ortodoxia.
El místico parte de misterio –con ese sentido arrollador de la insondable naturaleza de la realidad en la que participamos; la complejidad abrumadora, la inmensidad y la edad del universo, por ejemplo, que sólo puede dejarnos con la boca abierta asombrados ante la grandeza de la totalidad. Este es el 'mysterium tremendum atque fascinans' de Rudolf Otto (1869-1937), el terrible, aunque atrayente, misterio de la cosas, que se experimentaba en el mundo antiguo, desde luego, pero que a nosotros, por cortesía entre otros de Stephen Hawking (1942-) y del telescopio orbital Hubble, nos ha sido dado un discernimiento que no estaba al alcance de nuestros antepasados. Recientemente vi en la TV la serie "El Universo", con incomprensión y creciente incredulidad (aun cuando yo, como ustedes, lo había escuchado antes), a un astrónomo que explicaba que hay más de100 mil millones de estrellas en la Galaxia de la Vía Láctea –cada una más o menos como nuestro sol– y que hay unos 100 mil millones de galaxias en universo observable. Puede decirse ciertamente, prosiguió, que hay más estrellas en el cielo que granos de arena en todas las playas de la tierra. Y entonces, desde luego, especuló –correctamente en mi opinión– que los incontables miles, tal vez incontables millones, de estas estrellas tendrían sistemas planetario su alrededor, sobre los que la vida casi seguramente habría evolucionado, con lo que nos dejó la imagen de un universo infinito pletórico de vida.
Además hay complejidades y misterios que encontramos en nuestro propio mundillo, los misterios de la vida, el amor y la conciencia, por más que nuestra familiaridad con ellos nos haya insensibilizado, pero que tratan de cosas demasiado profundas para la condición humana. Incluso la existencia de un ratón, dice Walt Whitman (1819-1892), debería inspirarnos un asombro reverencial.
Es completamente entendible que gente con una concepción limitada del universo desarrolle la idea de un Dios tribal como el creador y sostenedor de todo, pero ¿acaso es esta una opción para nosotros? ¿Podemos hacer cuadrar nuestro conocimiento astronómico con nuestras especulaciones teológicas? ¿Acaso la teología –tal como se le concibe y expresa ordinariamente– no parece primitiva, parroquial y miserable cuando se le coloca en una perspectiva cosmológica?
Por supuesto que es así, dice el místico, quien, en términos generales, tiene poco interés en la teología convencional. Santo Tomás de Aquino (1225-1274), cuya Summa Theologiae es la mayor obra teológica producida en al Iglesia Occidental, tuvo hacia el final de su vida una experiencia mística tan profunda que lo llevó a desestimar su propios logros filosóficos y teológicos como insignificantes, sus miles de páginas bien razonadas ni siquiera se acercaban a expresar la naturaleza inefable de su fugaz encuentro con lo divino. Tratar de poner en palabras estas cosas sería, según leí la semana pasada, como si una polilla australiana intentara explicara a una compañera suya la naturaleza de Australia. El misterio infinito de las cosas derrota a nuestras categorías convencionales e incluso a los poderes de nuestra imaginación; es algo que está más allá de nombrar o de concebir. "Dios", escribe el autor anónimo de la obra mística medieval inglesa del siglo XIV The Cloud of Unknowing ['La nube del desconocimiento'], "bien puede ser amado, pero no pensado".
Pueden encontrarse algunos discernimientos en forma de poesía en el 3° capítulo del Éxodo en el que Dios, quien habla desde una zarza que ardía sin consumirse, se revela simplemente como Aquel Que Es. "YO SOY EL QUE SOY", dice Dios, o "seré el que seré" como aparece en muchas traducciones. Este es el Dios Sin Nombre, el Dios que desafía a los nombres porque un nombre es siempre una definición y una limitación (esto es por lo que, hasta la actualidad, los judíos se rehúsan a representar a Dios o a mencionar el nombre de Dios, y algunos incluso incluso no dicen ni escriben la palabra "Dios". En un sitio judío al que entré ayer Dios siempre lo escribían como D--S). El Dios que puedes nombrar, describir y retratar, el Dios al que puedes asignar un género y una personalidad, no es Dios. 'Dios', dice el místico alemán del siglo XII, Meister Eckhart "no es nada" –nada, no otro ser que exista separadamente de todo lo demás, sino el propio terreno y fuente del Ser mismo, que no puede ser contenido dentro de los parámetros estrechos de la descripción humana. "Oro a Dios para que me libre de Dios", dice Eckhart, lo que significa que ora para ser liberado de esta creación atropomórfica de mi propia imaginación que realmente impide mi capacidad de revincularme con la fuente de mi existencia, una fuente que sólo encuentro dentro de mí mismo y no en alguna caprichosa entidad externa. El teólogo moderno, Paul Tillich (1886-1965), ha expresado una idea similar en su frase "El Dios más allá de Dios" –el Dios que debemos buscar es el Dios que trasciende al ídolo que hemos construido nosotros mismos a través de servicios, sermones, relatos bíblicos y escuelas dominicales, un Dios cuya esencia no podemos describir, pero a cuya realidad sólo podemos acceder experiencialmente. "Hay un Dios. No hay Dios", dice Simone Weil (1909-1943), apoyada en una paradoja con un contenido de tipo Zen, que derrota al intelecto, pero que reconoce y afirma al misterio. Ella prosigue: "Estoy segura de que hay un Dios en el sentido de que estoy segura de que mi amor no es una ilusión. Estoy completamente segura de que no hay Dios, en el sentido de que estoy segura de que no hay nada que se asemeje a lo que puedo concebir cuando digo la palabra".
Así que, Erich Fromm, el místico ateo, está en muy buena compañía al rechazar las nociones convencionales de Dios. Nuestra tarea espiritual, según da a entender Fromm , no es descubrir verdades sobre la naturaleza de Dios con el objeto de satisfacer y aplacar nuestra curiosidad intelectual; esto no es sólo imposible, también es en última instancia inevitablemente divisivo. Nuestra preocupación más acuciante –nos apremia en cuanto a nuestra cordura individual y nuestra seguridad colectiva– es descubrir, o redescubrir ese sentido de identidad con todo lo que es, la unidad final de las cosas, al derribar las barreras de nuestras separaciones. Y esto no puede hacerse por especulación externa, sino solamente –como nos lo dicen los místicos– por exploración interna. En cuanto a esto, Fromm está en completo acuerdo con el más celebrado ateo religioso de todos, el Buda, quien dejó toda la cuestión de Dios abierta porque, dijo, "es un asunto que no tiende hacia la edificación". Pese a que él no lo habría dicho exactamente de esa manera, Fromm se adscribe a la tradición de la Ilustración de quienes afirman, de manera completamente paradójica, que el ateísmo es realmente un prerrequisito para cualquier experiencia genuina de Dios.
3 comentarios:
Uno de los comentarios que he recibido sobre este magnífico artículo de Bill Darlinson es que a algunos les parece increíble que un ateo declarado como Fromm pueda haberse considerado al mismo tiempo 'místico' y 'ateo', si en toda su su obra luchó por ofrecer la vía de una vida examinada y auténtica liberada de las supersticiones convencionales.
En efecto, esta vida auténtica y examinada, es lo que Fromm entiende como una vida espiritual. Erich Fromm fue un pensador humanista visionario y no un mero racionalista dogmático cerril a lo Dawkins, Hitchens, Denett o Harris.
Y la definición de Fromm como 'místico ateo' es de él mismo, no la inventó Darlinson, de ninguna manera. Incluso Fromm declaró una ocasión que el "misticismo es la consecuencia más atrevida y radical del racionalismo".
¿Cómo acomodar estas coordenadas aparentemente caprichosas en un mismo esquema? Considero que el quid de la cuestión está en que para casi todos los términos relacionados con la reflexión sobre la religión y la espiritualidad suele haber al menos dos vertientes de definiciones:
i) La definición convencional que dan de sí mismas las iglesias occidentales dominantes (de las que el paradigma es el catolicismo romano), y
ii) Algunas definiciones con mayor perspectiva que suelen ofrecer los estudiosos de las religiones comparadas del mundo.
¿Por qué habríamos de preferir como mejores las definiciones restringidas a una sola clase de fenómenos religiosos y dadas únicamente por sus teóricos interesados y funcionarios clericales?
Por ejemplo, una de las peores definiciones que conozco para 'espíritu' es la medieval eclesiástica que lo postula como 'inmaterial'. Si el espíritu fuera inmaterial, sería perfectamente irrelevante para nosotros.
Prefiero pensar que somos seres espirituales que tenemos una experiencia material, es decir que todo lo que somos tiene que ver con nuestra vida espiritual: lo que sentimos, lo que deseamos, lo que sufrimos, lo que gozamos, nuestra conciencia, nuestra sensualidad, darnos cuenta de nuestra unidad esencial con el mundo, etc.
Una cita de Fromm, de "Psicoanálisis y Religión":
"El problema de la religión no es el problema de Dios sino el problema del hombre... Centrar la discusión religiosa en la aceptación o negación del símbolo Dios bloquea el entendimiento del problema religioso como problema humano y previene el desarrollo de la actitud humana que puede ser llamada religiosa en un sentido humanista."
He leido el libro de psicoanalisis de la sociedad contemporanea de Erich Fromm y sus ideas sobre la salud mental y la sociedad cuerda tienen algo de espiritual implicito y coinciden con las enseñanzas de maestros espirituales sobre la salud mental humana.
No dedica su tiempo en hablar sobre una idea de lo Divino que es limitada e inexacta porque lo Divino es infinitamente mayor que un concepto.
Se dedicó a mostrarnos el camino a una salud mental, una existencia cuerda que lleva implicito lo espiritual en cada momento de la existencia. Incluso si nunca se habla o se piensa sobre lo Divino.
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